jueves, 11 de septiembre de 2014

El planazo, la vieja, la arepa y yo

OPINIÓN


10.SEP.2014 
¿Ha sentido que le arreen un planazo? Quizá no, porque tales experiencias cada vez se viven menos en el país debido a nuestro Estado Social de Derecho y de Justicia y no se reparten planazos ni siquiera a quienes por conspiradores y vendepatrias sí lo merecerían.
Pero hubo una época, la mar de tenebrosa, donde el planazo, la vejación, la detención arbitraria, la coñiza y hasta la muerte eran moneda corriente para quien osara protestar contra el orden injusto que imperaba. Sí, lo adivinó. Eran los tiempos de la IV República.
Déjenme decirles entonces que no relataré una historia sobre Derecho ni cualquier leguleyerismo. De hecho, esta historia empieza con un macizo, lacerante e indignante planazo por esa misma parte del cuerpo que usted está pensando.
PUM, lo sentí cuando caminaba por una calle de Mérida en medio de grandes manifestaciones de las cuales, debo admitirlo, formaba parte. Una ojeada llena de adrenalina y arrechera divisó con rapidez que el autor de la injuria no era un policía sino un guardia nacional, no bolivariano y patriota como los de ahora, sino protogringo y represor. Corrí a la velocidad infinita de mis patotas de ñénguere y con todo el aerodinamismo de mi flacura.
Sabía que en cualquier manifestación de Mérida donde intervenía la Guardia Nacional habría detenciones, heridos, muertos, gas a montón, patadas, coñazos, bolsas plásticas y demás expresiones del terror. Significaba también que ese conflicto había escalado a mayores y la represión iba a ser brutal e inmisericorde.
¡No podía dejarme agarrar, porque ya los adecopeyanos me tenían prometida una “suite” en las Colonias Móviles de El Dorado, adonde inconstitucionalmente los gobernadores mandaban a sus enemigos políticos y pendejos como yo, por obra y gracia de la Ley de Vagos y Maleantes!
Así que corrí, corrí y corrí como alma que lleva el diablo, pero de repente salió la tanqueta, con unos guardias frente a mí. Quedé pagando, mansito pues.
Con un sentido de supervivencia desesperado penetro a una casa desde cuya entrada se divisaba una pared que daba a la otra calle, a la libertad. La casa, que parecía sola, me abría la posibilidad de atravesarla y saltar la pared, ya calculada con optimismo debido a mi larga y liviana complexión.
Pero he aquí que debo decirles que mi flacura no provenía de gimnasios ni dietas milagrosas. Mi desgarbado cuerpo estaba castigado por otra vaina más lacerante y terrible que los planazos: por el hambre que sufría el hijo de cualquier madre sola con ocho muchachos como yo. Y con ese hambrero crónico que no me abandonaba las vi: dos hermosas, bellas, solares y humeantes arepas reposaban sobre un budare, ya listas para comer.
Casi que automáticamente agarré un trapito, las envolví en él no sin antes pegarle un soberano mordisco a una (echando de menos una mantequillita) y las guardé debajo de mi bragueta. Muchos años después, por culpa de Chávez, supe que había cometido un inimputable hurto famélico, un robo por hambre, y que esta injusticia había adquirido categoría de literatura universal en la obra Los Miserables, del francés Víctor Hugo.
Cuando voy a pegar el salto liberador, escucho la voz, como un trueno de madre, que me espeta con acento paramero:
-Epa bachiller, ¿usted se llevó las arepas?
Mi impulso se detuvo; quedé frente a la vieja; rehuí su mirada; miré al piso: ¡Iba a caer preso por lambucio!
Pero no. La vieja cerró la puerta de la calle, le puso dos trancas y volvió para decirme con una sonrisa bondadosa que me desconcertaba y me avergonzaba aún más.
-Tome hijo. Por lo menos llévese este pedacito de queso para que se las coma más alante.
Apabullado por ese amor de mamagüela merideña, de madre venezolana pura, indígena y solidaria, agarré el pedazo de queso ahumado y lo metí en mi bolsillo, farfullé un ininteligible agradecimiento y brinqué, lleno de gozo, la pared que unos rasguños después aseguró mi escapatoria.
Había recibido la mejor lección de amor al prójimo, socialismo, comunismo y cristianismo que habrían de darme en la vida.
Por: Pedro Gerardo Nieves

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